“¡Papá! ¡No derretiste el queso!”.

Nuestra familia de cuatro se acababa de sentar a comer una deliciosa cena mexicana que yo preparé, pero mi hija adolescente, a la que llamaremos “Blaze”, ya estaba quejándose.

“Oye, cariño…”. Tengo voz calmada, pero las arterias de mi rostro se hinchan lentamente. “¿Por qué no puedes decir: ‘Gracias por la comida que me das’? ¿Dónde está tu gratitud?” (enlace en inglés).

“Odio los tacos con queso frío”, dice molesta. “¿Por qué no cocina mamá?”.

Ella continúa hablando sobre las desgracias del queso frío, pero yo no la escucho. No es la primera vez que oigo este tonto ataque verbal, pero en un instante decido que va a ser la última.

“¡Eres DEMASIADO GROSERA!”, retumbo. “¡TODAS LAS *** NOCHES! YA NO LO SOPORTO. ¡VE A TU HABITACIÓN!”.

La dirijo por las escaleras que llevan hasta su habitación. Cierro la puerta detrás de ella con un golpe. Siento que el corazón acelerado se me sale del pecho. Tengo la mente nublada por el enojo, indignación, locura y la necesidad de aplicar un castigo.

“YA NO QUIERO COMER”, exclamo ante mi esposa e hija menor. “Yo…yo… yo saldré a caminar…”.

Salgo a la oscuridad de la noche dando pisotones. Solo con mi ira, que late en mi cráneo como una pústula infectada.

Le envío un mensaje de texto a Paul, mi amigo británico con quien suelo quejarme entre pintas de cerveza. Ambos estamos sufriendo humillaciones familiares similares. “Blaze me vuelve loco de rabia”, le escribo. “No me RESPETA”.

“La vida es una desgracia”, me responde. “La muerte será una bendición”.

Docenas de veces le he explicado enfáticamente a Blaze que necesito respeto, pero ella no me entiende. Nadie me entiende en la casa porque soy el único hombre. El “respeto” (enlace en inglés) al que me refiero es una cosa de hombres. Mi padre regresó de la Guerra de Corea con una creciente prole de niños, una granja de 400 vacas y un claro sentido del orden. Él esperaba recibir respeto y así se hacía. Ahora yo también lo hago. La diferencia entre nosotros es que yo nunca me habría atrevido a hablarle a mi padre de la forma en que mi hija suele hablarme a mí.

Cuando era niño, recibir un insulto terminaba en golpes. ¿Escuchar sandeces de una criatura más pequeña? Inaceptable. La única respuesta apropiada ante una falta de respeto era actuar como un gorila macho: golpearse el pecho, gruñir, poner malas caras, amenazar con violencia y establecer el dominio. Yo no era de los chicos que se metía en peleas, pero todos seguíamos esas mismas reglas.

Ahora que soy el padre de una adolescente respondona, mi vieja personalidad amigable ha cambiado. Soy volátil cuando estoy cerca de ella, transformado por el cortisol que recorre mi cerebro. Tan solo la expectativa de sus insolencias me pone tenso.
Los consejos de mi esposa son completamente inútiles. En el mejor de los casos, me comparte palabrerías como: “No se trata de ti, se trata de ella” o “tienes que ser el adulto”. En el peor, ella insinúa que yo soy el problema, que necesito controlar mi ira.

Sé que tengo mal genio. Como director de teatro, aprendí a mantenerme firme ante actores temperamentales entre gritos. Como empresario, mis críticas “constructivas” hicieron llorar a dos empleados. Hace doce años, exploté con un familiar cercano; nuestra relación ha sido delicada desde entonces. Pero también soy el tipo que introdujo normas para una comunicación respetuosa inspiradas en el budismo para un sitio web cuyo foro comunitario estaba lleno de troles. Y soy el padre que no se ha visto involucrado en los múltiples conflictos que otros padres viven durante la escuela primaria.

Hace 17 años, antes de tener hijos, fui a un taller de control de ira. Me interesaba el concepto de Ahimsa (pacifismo). Quería sacar toda la ira de mi cuerpo; quería ser un instrumento de paz.

La clase de control de ira se impartió en el sótano de una insulsa iglesia en San Francisco. “Hola”, dijo el facilitador de voz suave. “Por favor siéntense en un círculo. Cada uno va a contarle al grupo por qué está aquí”.

A medida que se desarrollaban las presentaciones, me ponía cada vez más nervioso. Estaba rodeado de… hombres que golpeaban a sus esposas, conductores temperamentales, luchadores de bares, matones que te ponían los pelos de punta. Todos, excepto yo, habían ido a la clase de control de ira por orden de un juez o supervisor de libertad condicional. Yo era el enclenque que alzaba la voz de vez en cuando, pero luego se sentía mal por eso. No asistí más a la clase. Quizás debí haberlo hecho.

“Blaze, lo siento”, me disculpo cuando regreso de mi caminata nocturna. “No debí gritarte de esa forma, perdí el control”. Estoy sentado en el sofá con ella. Vemos un episodio viejo de Parks and Recreation y nos reímos. Ella dice “está bien, papá” y se acurruca a mi lado.

Pero al día siguiente, de forma increíble, vuelve a pasar. Está estresada por su tarea, malhumorada y todo la irrita. Cuando la voy a buscar después de clases, explota con su hermanita (quien la adora) luego de que esta comete el error de preguntarle con alegría cómo le había ido. “¡No me hables!”, le grita Blaze. “¿No puedes ver que no te quiero hablar?”. Siento los músculos de mi espalda contraerse. Apenas puedo conducir. Odio cuando trata mal a su hermana.

Cuando llegamos a casa, Blaze baja las escaleras dando pisotones y luego se detiene en el umbral de la puerta de su habitación. “¿Quién abrió mi puerta?”, ruge. “¡Nadie entra a mi habitación!”.

“Tuve que sacar al gato”, le explico, recordándole pacientemente lo que ella ya sabe. “El único camino hacia el jardín es a través de tu habitación”.

“¡Entonces cierra la puerta al salir!”, grita. “¡Te lo he dicho un millón de veces, no entres a mi habitación! ¡O cierra la puerta! ¡Odio llegar a casa y que mi puerta esté abierta! ¡¿¡¿Por qué no me escuchas?!?!”.

“¡NO ME GRITES!”, le grito en respuesta, el doble de fuerte y haciendo vibrar las paredes. “¡Tienes que parar! ¡Es ABUSIVO! Estoy cansado y harto de tu actitud de niña malcriada”.

“Eso no está bien”, sisea mi esposa.

“Es cierto”, le contesto. Luego voy a dar otra caminata.

Al día siguiente, tengo una entrevista con Diana Divecha, una psicóloga del desarrollo que escribe sobre la crianza, los niños y la inteligencia emocional en su blog (enlace en inglés). Actualmente escribe un libro sobre adolescentes y su desarrollo emocional. Es justo la experta que necesito.

Voy directo al grano. “¿Cómo puedo dejar de explotar con mi hija?”.

Ella me explica lo mismo que mi esposa me ha dicho todo este tiempo (“No se trata de ti, se trata de ella” y “tienes que ser el adulto”), pero en términos de la ciencia cerebral de Blaze. Divecha dice que la corteza prefrontal de Blaze no está completamente desarrollada porque tiene 15 años y “no se habrá consolidado hasta los 25 años”. Este período de transición es una etapa de mucha confusión para ella. Mientras tanto, yo debo ser paciente, amable y “maduro” porque, al menos teóricamente, soy el único de los dos con una corteza prefrontal completamente desarrollada. Pero ¿qué pasa si mi corteza prefrontal todavía está… evolucionando?

Divecha prescribe una cura del Centro de Inteligencia Emocional de Yale, donde trabaja como investigadora. El “Momento Meta” (enlace en inglés) “una herramienta para manejar emociones fuertes”

“Te pide que hagas una pausa entre molestarte y responder”, explica Divecha. “Esto te permite elegir entre una serie de estrategias, involucrando tu propia (enlace en inglés) en lugar de tu (enlace en inglés). Cuando involucras a tu mente racional, puedes comportarte de manera consciente, decidida y efectiva”.

Traducción: usa la parte racional de tu cerebro para controlar tu cerebro emocional e impulsivo.

“‘¿Una serie de estrategias?’”, pregunto. “Es decir, ¿diferentes maneras en que me puedo comportar? ¿Además de gritar?”.

Ella menciona estrategias comunes que he escuchado antes, como respirar varias veces o tomar un descanso. Luego agrega: “O podrías pensar en una forma de fomentar la reputación que quieres para ti”.

“¿La reputación que quiero para mí?”.

“Invoca la imagen de tu mejor yo como padre”, dice Divecha.

“Oh…vaya…”. Estoy avergonzado por esta revelación de una mejor conciencia parental. “Nunca había pensado así”, confieso. “Simplemente me las arreglo al momento, reaccionando al azar”. La idea es tan extraña que necesito ejemplos concretos.

“¿Cuál es su imagen de su ‘mejor yo como madre’?”, le pregunto.

“Veo una imagen cálida, amorosa y educativa de mí misma”.

“¿Y qué diría su esposo?”
“Diría cálido, divertido y solidario”.

Contemplo la noción del Momento Meta (enlace en inglés) por un instante y el concepto completamente descabellado de que me convierta en un mejor padre y un mejor humano, pero luego me distraigo con toda la explicación de la corteza prefrontal. Tengo problemas con eso, debido a mi propia educación. Intelectualmente entiendo la idea detrás de la neurología adolescente, pero una parte de mí no la cree. Parece una excusa demasiado fácil para un comportamiento grosero e irrespetuoso.

Como padre autoritario, mi padre logró que sus siete hijos se comportaran bien. No probé con él la excusa de que mi “corteza prefrontal aún no está completamente desarrollada”, pero estoy 100 por ciento seguro de que se habría burlado de eso y me habría dado dos golpes adicionales con su cinturón. El respeto se aprendía rápidamente ya que las consecuencias eran cinchazos dolorosos.

Pero yo no soy mi padre. No creo en el castigo corporal. ¿Cuáles son las consecuencias actuales del comportamiento irrespetuoso de mi hija? No hay ninguna, a menos que definas castigo como que te digan que vayas a tu habitación hasta que tu padre se disculpe y te traiga una galleta como muestra de su arrepentimiento.

Decido que necesito hablar con un hombre y encuentro a Joe Kelly, el autor de , , (enlaces en inglés) y varios otros libros que ya debería haber memorizado. (enlace en inglés).

De inmediato, Kelly comprende mi exigencia de “respeto”, pero su pronóstico es sombrío.

“Para la mayoría de los hombres”, acepta, “la necesidad de respeto es muy alta”. Por muy común que sea, señala Kelly, también es un factor de riesgo para el comportamiento destructivo. “Los hombres que han sido violentos a menudo dicen que su víctima ‘les faltó el respeto’”, dice.

Mi preocupación por recibir respeto, junto con la incipiente mente adolescente de mi hija, resulta en un enredo volátil.

“Hay una tensión natural entre padres e hijos a esa edad por la independencia”, explica Kelly. “Los adolescentes a menudo acumulan fricción y crean conflictos para que emocionalmente esté bien que se vayan y salgan al mundo. Están experimentando con poner distancia para ver cómo se siente. A veces su drama es consciente e intencional; a veces es inconsciente e instintivo. Para crear conflictos… los adolescentes, como tu hija, saben cuáles son los puntos débiles de sus padres, y van por esos puntos débiles. Ella te está probando. Tu hija sabe que tu necesidad de respeto es una debilidad de la que puede tomar ventaja”.

“¿Entonces no tiene remedio?”, pregunto. “¿Sus groserías en términos de desarrollo son… válidas?”.

“El problema”, explica Kelly, “es menos acerca de lo que ella está haciendo, y más acerca de cómo tú estás reaccionando a eso. Esto no se trata de ti. Se trata de ella. Ella se siente confundida y molesta; no ha desarrollado completamente su control de los impulsos y su racionalidad, y está lidiando con inseguridades y complejas relaciones de chicas. Lo que ella necesita de ti es que seas una roca en la que se pueda apoyar. Tu trabajo es demostrarle tu lealtad, apoyarla y no desaparecer. ¡Eres el adulto, Hank!”.

Oh, no. Una vez más. Se supone que soy maduro. Y, obvio para todos: no lo soy.

“Joe”, le pregunto débilmente. “Cuando está realmente fuera de lugar con su falta de respeto, ¿está bien… castigarla?”.

“La mejor consecuencia”, explica, “nunca se impone en el calor de la ira. Y, en mi opinión, la forma más efectiva de influir en tus hijos es ser la persona que quieren emular. Compórtate adecuadamente para que quieran seguir tu ejemplo. Recuerda siempre la influencia poderosa y positiva que puedes tener como el primer hombre en la vida de tu hija”.

“Sé el cambio” no es el consejo que estoy buscando, así que insisto para obtener más palabras de sabiduría. En cambio, él agrega leña al fuego.

Dice: “Porque tienes hijas, es valioso hablar con mujeres, como tu esposa, y obtener su perspectiva. Las mujeres recuerdan lo que sentían cuando eran niñas, por lo que su perspectiva es valiosa para ti”.

A pesar de haberme presentado como padre inepto, las entrevistas con Diana Divecha y Joe Kelly me llenan de esperanza. Esa noche, comienzo un diálogo con mi hija sobre mi comprensión recién descubierta.

“Blaze”, empiezo estúpidamente, “hoy aprendí que una de las razones por las que actúas de la manera en que lo haces es porque tu corteza prefrontal solo está parcialmente desarrollada”.

“Hank”, susurra mi esposa como advertencia.

“Pero es cierto”, respondo débilmente.

“No tienes idea de lo que estás hablando”, resopla Blaze. Ella saca A en ciencias. “Hace mucho tiempo, confesé tontamente que yo sacaba C”.

Quería discutir toda la información fantástica que podría salvar nuestra relación, pero mi paso inicial fue tan incómodo que me escabullí a mi habitación y pedí un libro recomendado por Amazon llamado escrito por un monje budista vietnamita llamado Thich Nhat Hanh.

Leí todo el libro electrónico de inmediato y me quedé despierto hasta altas horas de la noche. Nhat Hanh recomienda la “conciencia plena” como la cura, el elixir para lidiar con la ira. Todavía no entiendo muy bien qué significa “conciencia plena”, pero aparentemente se puede lograr simplemente caminando y respirando. ¿Qué tan difícil puede ser?

Los conocimientos de 2.500 años de budismo aún tienen valor terapéutico. La primera línea del libro de Nhat Hanh es “Ser feliz, para mí, es sufrir menos”. Me encanta esta introducción. Cuando era joven, desdeñaba el énfasis central del budismo en el sufrimiento; lo consideraba negativo, pesimista. Pero eso fue “AC”: antes de criar hijos. Ahora, lo entiendo totalmente. Yo sufro, tú sufres, todos sufrimos juntos. Especialmente las familias.

Nhat Hanh escribe que las personas llenas de ira están sufriendo y debemos sentir compasión por ellas. La noche siguiente, trato de iniciar una nueva discusión con mi hija, siguiendo su consejo.

“Blaze”, digo en voz baja, con toda la sinceridad de la que soy capaz, “escucho ira en tu voz cuando te recojo un poco tarde. Con frecuencia te llenas de ira cuando te despiertas porque me estoy cepillando los dientes. Sé que esta ira dentro de ti duele; te está causando un gran sufrimiento. Lamento ser parte de la causa. Tengo una inmensa compasión en mi corazón por tu profundo y constante sufrimiento”.

“Papá”, dice Blaze. “Si sigues hablando así, dejaré de escucharte”. Camina hacia su habitación y cierra la puerta.
Ella tiene razón en que todavía no domino totalmente mi enfoque. Soy demasiado egocéntrico, alardeando de una sabiduría recién descubierta.

Decido dejar de lado mi arrogancia por un momento y, en cambio, me concentro en la conciencia plena. Le escribo a Paul; él ha estado sugiriendo, durante meses, que ambos tomemos un taller de meditación. Está preocupado por su presión arterial alta y colesterol estratosférico. Resulta que la meditación también es excelente para controlar eso. Una nueva investigación también indica que alivia el estrés, la adicción a las drogas, el dolor crónico, la ansiedad, la depresión, los pensamientos suicidas, la hipertensión, el trastorno de estrés postraumático, el insomnio, las migrañas, la fatiga, la desesperanza y muchas otras dolencias mentales y físicas.

Al buscar múltiples estudios en Internet, me sorprende descubrir cuán desactualizado estoy de los tiempos. La meditación ha sido probada científicamente durante décadas, con resultados sustanciales de estudios en todo el mundo. Un estudio alemán reporta “menos ira e inclinación a la venganza”. Meditar de 5 a 10 minutos al día reduce la ira, afirma un estudio japonés. La meditación produce beneficios en indios con discapacidades del desarrollo, en escandinavos enojados, en refugiados camboyanos en Massachusetts, en jóvenes tailandeses, en estudiantes argentinos, en cárceles estadounidenses, en estudiantes chinos y en sobrevivientes de cáncer.

“Tengo que meditar”, le escribo a Paul. “Lo antes posible”.

“Sin duda”, responde.

En línea, descubro múltiples caminos: clases, talleres, libros, cintas de audio y videos. Incluso mi hospital ofrece una clase de conciencia plena para la reducción del estrés.

Me conformo con unirme a un grupo de vecinos que se reúne los domingos por la mañana a menos de dos millas de distancia, mientras Blaze está en su clase de piano.

Sé que la meditación no extinguirá mi ira de inmediato. He estado acumulando ira ya que mi propio padre explotaba conmigo hace décadas. Se necesitará mucho trabajo duro para transformarla. Nhat Hanh dice: “Para estar libres de ira, tenemos que practicar…La práctica puede liberarte de tu ira y convertirte en una persona amorosa”.

Conciencia plena…¿qué es realmente? ¿En qué me estoy embarcando? Resulta que gran parte de la conciencia plena es lo que Joe Kelly, Diane Divecha e incluso mi esposa ya han sugerido. Comprender profundamente a la otra persona, Blaze, en este caso, para que mi actitud, palabras y acciones hacia ella se basen en la compasión.

¿Puedo convertirme en un gran ser que tenga tanta felicidad y compasión que pueda rescatar a las personas de su sufrimiento y del mío propio?

Tal vez no, pero apuesto a que solo esforzarme por lograr este objetivo mejorará mis posibilidades de ser un mejor padre.

“Papá, no hagas ese sonido crujiente cuando masticas”, dice Blaze. “Me da asco”.

Me detengo. “Apuesto a que puedes descubrir cómo decir eso de una manera más amable”.

“¿Por qué no estás enojado conmigo? Fui grosera”.

“Entonces estamos de acuerdo. Probablemente puedes encontrar una forma más amable de hablar conmigo”.

“¿Por qué estás siendo tan… tan agradable?”, me pregunta molesta. Entonces me mira confundida. Luego se ríe, es una risa nerviosa de autorreconocimiento. “Lo siento, papá”, dice y alcanza su quinto taco.

Yo trato de comer sin hacer ruido. Ella realmente es una chica maravillosa.

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